martes, 8 de septiembre de 2015

Catecismo y violencia

Kampilan, espada tradicional filipina

Las Artes Marciales, como cualquier otro Arte (en el sentido tradicional del término), no son una “expresión estética”, sino una técnica, un medio de realización del ser. Como Arte y ciencia tradicional, cada arte marcial tiene un sendero metafísico propio: los diferentes linajes del Wu Shu tienen su fundamento en el Taoísmo; el Muay Thay y el Muay Borán, en el budismo Therevada y el Hinduismo; los linajes de Japón, en el complejo religioso japonés (Shinto, Budismo); ciertos linajes de Silat, en el Islam.
¿Qué base metafísica tiene el conjunto kali-escrima-arnis? Lo más cómodo sería asumir lo que se ha repetido hasta el cansancio: en las Filipinas prehispánicas (si puede emplearse este término) había una serie de tribus desunidas y enfrentadas que practicaban distintas religiones, hoy extintas; por lo tanto es imposible saber algo al respecto. Sólo quedan algunas supersticiones, como tatuarse una “orasión” en el miembro que se quiere proteger.
A reserva de consultar el trabajo de los antropólogos y sociólogos (que lo hay) sobre las religiones tribales, queda tomar en cuenta que el 80% de los filipinos son católicos y el 5 por ciento son musulmanes.
La mayoría de las personas identifican automáticamente al catolicismo con la aceptación irremediable del sufrimiento en esta vida, ante la promesa de una dicha en el Cielo. ¿Esto realmente es así? Como practicantes de Artes Marciales Filipinas, como mexicanos (cerca de 90%), y ante la evidente incapacidad (o falta de voluntad) del Estado para protegernos de la violencia, vale la pena conocer qué nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la legítima defensa. En un texto posterior abordaremos el tema desde el punto de vista musulmán.

La legítima defensa

2263 La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. “La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no” (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 64, 7).

2264 El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:

Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita... y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 64, 7). 2265 La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.”

(Es por esto que, aquellos pasajeros que han matado asaltantes, y aquellos que se han negado a identificarlos, no deberían ser tachados de homicidas ni de cómplices. El resalte tipográfico es mío.)

2266 La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.

(Esto es lo que tendría que estar haciendo el Estado, pero en sus  profundas degradación y corrupción, no podemos esperar, cruzados de brazos, que cumpla su deber.)

Las penas tienen como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, tiene un valor de expiación. La pena tiene como efecto, además, preservar el orden público y la seguridad de las personas. Finalmente, tiene también un valor medicinal, puesto que debe, en la medida de lo posible, contribuir a la enmienda del culpable (Cf. Lc 23, 40-43).

(En teoría la función del sistema penal es reinsertar al delincuente a la sociedad pero, nuevamente, gracias a la corrupción de nuestras instituciones, la cárcel es más bien la universidad del crimen.) 
2267 Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.


A estas alturas, los ciudadanos comunes no podemos esperar gran cosa de los medios incruentos. La gente quisiera ocupar su mente en ser feliz y hacer felices a los suyos, pero en cambio está siendo orillada a defender su integridad como pueda, pues las autoridades correspondientes cobran por un trabajo que no hacen, y de paso extorsionan a los policías llanos, obligándolos a su vez a dañar a aquellos a quienes deberían proteger.

Próximamente: Rebelión y Catecismo

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